
Amanda Taub, redactora del boletín The Interpreter, exclusivo para suscriptores del New York Times, publicó esta semana este artículo. Reproducimos algunos párrafos, que recibimos del Times vía correo electrónico:
El sábado, mis colegas Natalie Kitroeff y Ronen Bergman publicaron un reportaje que, a través de una gran cantidad de mensajes de texto, registros de investigación y otros documentos confidenciales, ofreció luces sobre uno de los casos sin resolver más tristemente célebres de México: en 2014, 43 estudiantes normalistas desaparecieron luego de que agentes de policía detuvieron sus autobuses, los subieron a la fuerza a patrullas policiales y los entregaron a un cártel de narcotráfico. Nunca se volvió a saber de ellos.
El ataque conmocionó al país, no solo por la escala de la desaparición, sino porque planteaba dudas sobre los involucrados. Después de todo, como escribieron Natalie y Ronen: ¿Cómo fue que un grupo relativamente desconocido pudo cometer una de las peores atrocidades de la historia reciente de México, con la ayuda de la policía y el ejército que veían cómo sucedía el secuestro masivo en tiempo real?
La respuesta, tal como lo documentaron minuciosamente en el reportaje, es que el cártel Guerreros Unidos estaba coludido con casi todas las ramas del gobierno mexicano local, incluidos los militares. El grupo organizado tenía a su disposición, en la práctica, los recursos del Estado.
Ese nivel de colusión, según los expertos, podría ser una característica del estado de Guerrero, donde una histórica combinación de narcotráfico y fuerte presencia militar habrían creado un terreno fértil para una relación de este tipo. Pero en México, las fronteras entre el narcotráfico organizado y el Estado han sido tradicionalmente difusas, dicen los académicos. Lo anterior tiene profundas consecuencias no solo para el crimen organizado, sino para el desarrollo del Estado mexicano en sí.
“En realidad no hay una oposición entre los cárteles ‘malos’ y el Estado ‘bueno’”, comentó Alexander Aviña, historiador de la Universidad Arizona State que estudia el narcotráfico en México. “Creo que quienes nos dedicamos a la historia de las drogas en el México del siglo XX diríamos que el narcotráfico de hecho surge de los confines del Estado mexicano, en particular del PRI que estuvo en el poder de 1949 a 2000”.
En el imaginario popular, la colaboración entre los cárteles y los funcionarios estatales tiende a darse en términos de corrupción: los delincuentes sobornan a los funcionarios, quienes a su vez toleran el narcotráfico a cambio de ganancias personales. Pero ese relato no se ajusta exactamente al caso de México, dijo Benjamin T. Smith, profesor en la Universidad de Warwick en el Reino Unido y autor de un libro sobre la historia del narcotráfico mexicano.
Más bien, dijo, hay una larga historia de funcionarios mexicanos que aceptan dinero de narcotraficantes para financiar el gobierno, no solo como pagos personales. Lo describió como una suerte de “construcción criminal del Estado”. Pero ese modo de forjar el Estado ha resultado ser peligrosamente frágil.